La luna
silenciosa, pálida, solitaria, pasaba cada noche en su pedestal, esperando que
la claridad del día la relevase de su constante e invariable trabajo. Las
noches se sucedían monótonas, por que ya no había poetas que la invocasen, ni
enamorados que recurrieran a ella, ante la ausencia del ser querido. La vida ya
no era poesía ni ensueño. Todo el mundo andaba preocupado por egoísmos e
inútiles quehaceres.Y
esperaba, esperaba a que el sol llegase para ignorar por unas horas a seres tan
desagradecidos que habían olvidado todo lo que ella había hecho por ellos, a lo
largo de los tiempos, musa de incontables poemas, la nota precisa en las
canciones más hermosas, reina de los misterios del corazón, hada de los deseos,
luz de la oscuridad, dama del destino. Había perdido la ilusión en la raza
humana.
Hasta
que una noche aburrida, escuchó a lo lejos una melodía, al principio
imperceptible casi, pero puso atención y descubrió que le resultaba conocida,
si, era aquella que aquel músico alemán compuso para ella hace un par de
siglos, pero le resultaba diferente, como renovada, especial, se acerco hasta
donde parecía que surgía aquella melodía y descubrió a un muchacho tocando al
piano tras una ventana. La forma en que interpretaba aquella sonata, la
embelesó hasta tal punto que perdió la
noción del espacio y se sintió transportada a otro lugar, un lugar donde no
existían los rencores ni la maldad de los seres humanos. Y al regresar de ese
lugar sintió como la melodía penetraba hasta su interior y le devolvía de nuevo
la confianza en la capacidad de un ser humano de crear y plasmar el arte en sus
actos más cotidianos.
El
muchacho acariciaba las teclas del piano como si fueran los dedos de la frágil
mano de su amada, suavemente, pero con firmeza, como si esos amados dedos
fueran a serle arrebatados de un momento a otro, por la crueldad de la muerte.
Y aunque con los ojos abiertos ella sabia que él no estaba allí, presente, sino
naufragando en la cadencia de la melodía, perdido en mundos imaginarios de amor
y belleza. Pero la magia acabó al finalizar la sonata, y el muchacho cansado,
estiró sus brazos debilitados por el esfuerzo, y abandonó la habitación. La
luna quedó anhelante, como esperando que aquel momento hubiera durado para
siempre, por toda la eternidad, pero no fue así, sin embargo a partir de
esa noche, la luna no falto a su cita
diaria con el joven pianista, que jamás se daba cuenta de toda la luz que
entraba por su ventana.
Los
días y las noches se sucedieron, llegaron inviernos que le impidieron
escucharle con toda claridad, pues se interponían los cristales de ventanas que
daban abrigo a la casa. Y volvieron las primaveras y los veranos, y la luna era
dichosa porque las melodías que surgían de las manos del pianista llegaban
hasta ella como el cálido susurro del ser amado. Y ya no era feliz si no oía
cada noche las notas que surgían de aquel piano, de aquellas maravillosas
manos, no sabia si en realidad era un gran interprete, ni sabia que tenia aquel
muchacho de especial para que la sorprendiese cada vez, a ella que había
escuchado las interpretaciones de todos los maestros de la historia.
Hasta
que una noche se descubrió enamorada, enamorada del muchacho y de su arte, y se
sintió feliz por tenerlo siempre allí, a sus pies, practicando una y otra vez
aquellas composiciones tan preciadas para ella. Contrariado cuando una nota se
le resistía en una determinada canción, orgulloso cuando sentía que su
interpretación era digna de las alabanzas del profesor de piano. Y lo amó con
toda la dulzura que ella era capaz de sentir, y ilumino sus pesadillas y
acompañó sus noches.
Pero
una noche él faltó a la hora de estudio, y a la noche siguiente también, y cuando por fin llegó, lo
notó distraído, ausente, y la música ya no era bella en sus manos, era un
esfuerzo, un enojoso trabajo para él, y al luna comprendió, que algo substituía
el amor al arte en el alma del muchacho. El dolor invadió el corazón de la
luna, mas aun al comprobar que el joven pianista abandonaba sus practicas habitualmente.
Miró en su corazón y descubrió que el muchacho amaba a una joven de su edad, y
destrozada se subió a su pedestal, y lloro lagrimas de dolor, lagrimas de
estrellas por la desilusión, saber que él amaba a una semejante o saber que la
música ya no era lo más importante para él, ni siquiera supo, que era lo que
más daño le hacía.
A
la noche siguiente, bajo de nuevo hasta su ventana, y lo vio, sentado frente a
su piano, pero incapaz de poner sus dedos sobre él. Le envió como regalo un
rayo de su propia luz y el muchacho salto del asiento y se marcho, en busca de
su amada. La luna se sentó en su pedestal y volvió la cara.
No sé donde lo tendrías escondido, pero es uno de los trabajos que más me han gustado de este blog.
ResponderEliminarUna delicia, invita a releerlo una y otra vez.
¡¡felicidades!!!
Qué pena que se quede en este rincón.
Pena por que?
ResponderEliminarPorque no lo va a leer tanta gente como merece el trabajo ser leido. Es bellísimo.
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