El camino rodeaba la colina, describiendo suaves curvas, y pequeñas cuestas hasta llegar más allá del bosque, cerca casi del riachuelo que se deslizaba en el centro del verde y profundo valle.
Recorrerlo,
pasear por el sendero, mientras la belleza de la naturaleza en todo su
esplendor, lo envolvía, lo rodeaba, era una necesidad casi indispensable.
Sentía la brisa de la tarde escurrirse entre las hojas de los árboles, el trino
incesante de los pájaros, la agitación que producía la multitud de seres vivos
que lo rodeaban.
La luz del
sol caía suavemente, bañaba su cabello, deslumbraba sus ojos, al caminar sentía
rechinar los guijarros de la vereda bajo sus pies, pensaba que mientras la vida
le permitiera disfrutar de toda aquella belleza, no necesitaba buscar la
felicidad en otro lugar, aquello era todo lo que necesitaba, todo lo que podía
desear.
Siguió
caminando durante un par de horas más, hasta que cansado, se sentó a la orilla
del riachuelo, sobre una piedra bastante grande, y observó como la corriente
precipitaba el caudal del agua río abajo, siempre en su incesante camino hasta
el mar, fijó la mirada sobre la superficie del agua y se perdió en los
recovecos de su memoria, la memoria de una vida que como el riachuelo seguía un
mismo y constante cauce, pero para él el mar estaba cada vez más cerca.
Recordaba
como de niño, había correteado infinidad de veces por aquellos mismos paisajes
mientras hacía tiempo y esperaba que su padre terminara su jornada de pesca, su
padre lo reprendía a veces:
-¡Miguel, no hagas ruido que espantas a las truchas,
anda vete al prado a jugar¡
-Pero padre... – intentaba responder él, aunque su padre
lo despedía con un gesto de la mano.
Luego
aprendió a calmar las ansias de su espíritu, y a disfrutar con el arte de la
pesca, y pasaba casi todo el día cerca de su progenitor, en el más absoluto
silencio, mientras era su imaginación la que se perdía por el bosque, el
prado... y aunque prácticamente no se había movido en todo el tiempo, llegaba a
su casa tan agotado como cuando de niño correteaba sin parar, y sin apenas
tiempo se desplomaba sobre su castigado camastro y no despertaba hasta la
mañana siguiente, cuando su bondadosa madre le advertía que se hacía tarde para
el colegio.
Luego llegaron los ardores de la
juventud y volvió a perder la tranquilidad del espíritu, esta vez por muchísimo
tiempo, y apareció en su vida Catalina, dulce, bella, serena y entusiasta al
mismo tiempo y emprendió el camino más hermoso y difícil de su vida, el camino
que le acercó al amor de su vida, pero que le alejó de aquellos paisajes
durante sesenta y cinco largos años. Ella no era del pueblo, había llegado allí
con sus padres hacía un año procedente de la ciudad, y nunca se terminó de
acostumbrar a la rudeza de aquellas tierras, así que en cuanto se casaron
emprendieron el camino hacia la ciudad.
Pero a él tampoco llegó a
entusiasmarle nunca la ciudad, con sus prisas, los automóviles, la falta de
humanidad, y la ausencia de naturaleza, no había un solo lugar en toda la
ciudad donde poder detenerse a escuchar el canto de un pájaro que no fuera un
triste y enjaulado canario, o una todavía más triste y gris golondrina, ni un
árbol en cuya sombra cobijarse sin que le llegara el pestilente olor de los
fertilizantes.
Pero su amor por Catalina, y el
hijo que llegó cuando llevaban dos años casados, fueron más fuerte que la
desesperación que brotó en lo más profundo de su alma, y aguantó aquel desorden
durante sesenta y cinco años, hasta que ella murió, lo abandonó por culpa del
cáncer y él se sintió más solo aun si cabía por saberse solo en la feroz
ciudad. Luchó aún un par de meses contra su desánimo, porque creía que si
abandonaba la ciudad era como si abandonase el recuerdo de Catalina, pero llegó
el día en que el desaliento se apoderó de su corazón que falló por un instante,
entonces lo supo, debía ir a morir a su pueblo, prepararse para descansar para
siempre en la tierra del valle, pero antes debía hacer algo; antes de su marcha
lo organizó todo para que los restos de Catalina fuesen trasladados al
cementerio del pueblo y cuando llegase su hora descansar juntos para siempre
–antes me tocó a mi ceder Catalina, ahora te toca a ti-, como su hijo hacia
años que vivía en una ciudad más desordenada y grande que la suya, no tuvo que
pedir permiso ni dar explicaciones a nadie.
Al despertar de sus recuerdos se
dio cuenta que llevaba casi dos meses en el valle, pensó que últimamente los
recuerdos llamaban muy a menudo a las puertas de su pensamiento y comprendió
que aquello era una señal y que debía poner en marcha los preparativos de su
partida, se levanto de la piedra y sintió de golpe la humedad y el frío de la
noche que lo comenzaba a envolver por momentos, probablemente ese despiste le
costaría un resfrío al día siguiente, pero ya no importaba, un día mas o uno
menos daba igual, ya había saciado sus ansias de vida en aquella naturaleza, su
deseo de volver a respirar aire limpio, nuevo en cada inhalación de sus
pulmones viejos y cansados, así que si lo sorprendía la muerte al amanecer o al
siguiente día estaría preparado.
Inició el
camino de regreso a su casa del pueblo, mientras trataba de memorizar por
última vez las siluetas de los árboles, robándole el tiempo a la voraz
oscuridad que se tragaba todo velozmente, al llegar frente a las primeras luces
del pueblo, se giró y hizo una mueca como despidiéndose de su valle, de su
vida, de su infancia, juventud y una parte de su vejez vividas en aquellos
paisajes, al llegar a casa cerró la puerta.
Tienes una capacidad de descripción de la naturaleza, que me temo que tardaré yo un par de lustros en aprender.
ResponderEliminarMuy lindo, aunque un pelín triste.